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17 de febrero de 2011

Un heroico sacrificio inútil


A principios de septiembre de 1665, el sastre George Viccars en su cabaña de Eyam, aldea cercana Sheffield, Inglaterra recibió un paquete proveniente de Londres que contenía ropa. Como ésta se encontraba húmeda, la colgó a secar junto a su chimenea.
Días después cayó gravemente enfermo con fiebre, dolor de cabeza y ganglios inflamados; la piel se lleno de llagas malolientes y comenzó a sufrir delirios. Murió al cabo de una semana.
Para fines de ese mismo mes, otras cinco personas de su barrio murieron, y en los tres primeros días de octubre hubo cuatro víctimas más. A fines de mes la cifra de muertos ascendía a 23. Se sospechaba de la peste, más aun se desconocía y dudaba acerca de cómo podía transmitir y sobre todo como ser curada.
Una solución desesperada
El tratamiento para esta enfermedad era burdo e ineficaz, así que esta enfermedad se extendió inevitablemente por ciudades y aldeas. La aparición de cualquiera de los síntomas indicaba una muerte segura.
El pánico cundió rápidamente entre los aldeanos, por lo que muchos se dispusieron a abandonar Eyam. Temiendo que el éxodo sólo propagaría aún más la enfermedad en la región, los sacerdotes de la aldea, William Mompesson y Thomas Stanley, decidieron detenerlo.
En un sermón exhortaron a sus conciudadanos a reconocer que su deber era quedarse allí hasta que la epidemia pasara. Inspirados por el valor y el ejemplo de los religiosos, los aldeanos de Eyam se aislaron del resto del mundo.
Acordonaron con piedras los linderos de la aldea y no permitieron que nadie los traspasara. Los alimentos y ropa que llegaban de otros pueblos tenían que ser colocados a un lado de los improvisados muros, y se pagaban con monedas desinfectadas con vinagre y agua.
El pánico aumentó conforme transcurrieron los meses. Para finales de agosto de 1666, habían perecido dos terceras partes de la población, y no había ya servicios fúnebres formales; cuando ya no hubo espacio en el cementerio, se enterró a los muertos en jardines y huertos.
La iglesia cerró sus puertas para reducir el contagio, pero los piadosos se reunieron, cada vez menos, al aire libre, rogando a Dios que los librara de su sufrimiento.
Sus súplicas fueron escuchadas en noviembre de 1666, cuando ya no hubo más víctimas de la peste. De los 350 habitantes de la aldea sólo sobrevivieron 90, entre ellos los dos sacerdotes.
¿Pero como llego la peste hasta la remota aldea de Eyam? La ropa que recibió el sastre Viccars proveniente de Londres contenía también pulgas que transmitían la enfermedad. Los piojos y las pulgas eran compañía habitual de la gente que vivía en el siglo XVII, así que el infortunado sastre no dio gran importancia a la picadura de estos insectos. Con este acto inocente Viccars desató sobre su comunidad la más temida enfermedad de esa época.
El aislamiento auto impuesto de los habitantes de Eyam fue un genuino acto de heroísmo, pero por desgracia también fue un sacrificio inútil. Si los habitantes hubieran hecho caso a su instinto de huir al inicio de la epidemia, habrían privado de sangre humana a las pulgas y quizá hubiese sobrevivido la mayor parte de la comunidad.

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