Un lugarcito acogedor.
Para la mayoría de la gente, el pensar en vivir en una caja de apenas de
El “hogar” de Wortley parecía un carro remolque en miniatura. Salvo el techo, que tenía forma de arco y estaba hecho de metal, la caja estaba hecha de madera y se asentaba en cuatro ruedas pequeñas. Dentro tenía un viejo asiento de autobús, con un estribo para los pies, y varias repisas para acomodar alimentos y objetos personales.
No obstante las evidentes inconveniencias de un hogar tan pequeño, para Wortley tenía sus ventajas. En primer lugar, podía viajar en la extraña estructura de madera y metal por todo el país, deteniéndose en donde le pareciera. Al adoptar ese modo de vida, también podía evitar los indeseables contactos con el gobierno: como era independiente a ultranza, se negaba a pagar impuestos de ningún tipo, pero tampoco esperaba recibir dádivas ni pensión de ninguna especie. Wortley fue un hombre de ideas peculiares. Una de ellas era la profunda desconfianza que le inspiraban los cierres de cremallera; invariablemente se los quitaba a cualquier pantalón, ya que no le gustaba tener objetos dentados cerca de las partes sensibles del cuerpo.
Su lenguaje era excéntrico, pues sufría de asociación fonética: una palabra lo hacía recordar otra, por lo general desvinculada de ella, y su conversación daba giros extraños, de poco sentido para los demás.
Wortley pasó los últimos años de su vida como guardián de una solitaria quinta campestre. El hecho de tener un trabajo regular no lo hizo abandonar su estilo de vida: simplemente estacionó su caja en el fondo del jardín.
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